Siempre desde niño he sido alguien al que le gustaba dormir
horas y ahora más cuando los años me pesan. En toda mi vida ha habido numerosas
ocasiones para trasnochar pero por mucho que lo intentaba, pasada la medianoche
caía redondo.
Ahora, como todos los ancianos canosos, arrugados, chepados,
con algún diente o más que se tomaron la jubilación, y penitentes crónicos;
espero con paciencia aprendida la llegada de la parca. Mas hay un secreto que
quiero revelar antes de que ella me sorprenda. Me da igual que quien lea esto
piense que estoy senil, me basta con que lo lea.
Los extraterrestres existen y conozco a uno. Eso fue aquella
noche, la noche que conseguí no dormir.
En aquel entonces era un mozo paliducho de dieciocho, recién
llegado a la ciudad para estudiar la carrera universitaria y cargado de
ilusiones como cualquier joven de esa edad. En la ciudad me llamaban Jerónimo
pero en mi pueblo me conocían como El Marmota. (Ya saben el porqué). Mi pelo
era de un castaño claro casi rubio, mi cara lucía las marcas del acné y una
perilla esperando a ser barba, y “presumía” de unas gafas redondas de pasta.
Parecía un pollo ignorante que iba a ser desplumado. Un “empollón” se podría
decir.
El caso es que antes de que os cuente que pasó esa noche,
quiero situaros cuando todavía faltaba una semana para empezar las clases y
acababa de instalarme en la residencia.
Al dejar mis bártulos en la habitación me percaté que otros
dos estudiantes vivían ahí. Era una residencia masculina así que esperaba
conocer a dos varones. La verdad es que estaba inquieto por las nuevas experiencias
que iba a vivir, que si la carrera que iba a estudiar iba a ser como esperaba, que
si me iba a llevar bien con mis compañeros y otras inquietudes que os podéis
imaginar. De repente el ruido de la puerta abriéndose a mis espaldas me
desterró de mis pensamientos. Me giré y vi a un muchacho de pelo ceniza, con
muchas pecas salpicando su cara blanca, de ojos marrones como los míos pero más
claros y con un tono rojizo, un poco más alto que yo… en resumen, bastante
agraciado. Me saludó con cierta sorpresa, preguntándome si era el tercer
compañero. Al momento, se lo confirmé y me presenté. Él, educadamente, hizo lo
mismo. Se llamaba Sergio y el otro compañero ausente era Eduardo. El primero iba
a empezar derecho y el otro, medicina. Si yo hubiera preferido una de esas
carreras, mi familia y el resto del pueblo lo habrían entendido a la primera e
hincharían el pecho de orgullo. Pero, desafortunadamente, había elegido una que
no entendían: filología.
Dejando a un lado las riñas familiares, prosigo:
Más tarde tuve el placer de conocer a Eduardo, un muchacho
que según me contó era de familia cubana y que llevaba viviendo en España desde
que tenía diez años. Destacaban su barbilla robusta, una cicatriz en el lado izquierdo de la
boca; pequeña y clara entre su piel
negra cálida de tono claro; sus ojos de un verde turquesa muy bonito y el pelo rizado
de color azabache. Era el más corpulento de los tres y se notaba que le gustaba
el deporte. Otro chico bastante atractivo.
Una vez hechas las presentaciones, nos propusimos salir a
tomar algo. Yo, aunque tenía pinta de rezagado, en realidad era muy lanzado, y
a pesar de que no era un adonis al menos tenía don de gentes. Eduardo, que ya
conocía la ciudad, nos recomendó una cafetería donde solía reunirse gente interesante
como poetas, filósofos y otros locos que decidieron apostar doble en la vida.
Lo que no esperaba es que conocería a alguien muy interesante.
Estábamos sentados los tres en la mesa, conociéndonos mejor.
La impresión que tuve de Sergio es que iba a ser un futuro fiscal bastante simpático,
con muchas ganas de juerga y con una seguridad arrolladora. Eduardo, en cambio,
era más reservado pero no menos sociable. Se le notaba que era una persona
tranquila, bastante ordenada y con una determinación admirable en todo lo que
hacía: unas buenas virtudes para ser investigador de enfermedades infecciosas.
Mientras los dos conversaban, mi atención se desvió hacia un
chico que acababa de entrar. Tenía como mi estatura con el pelo bastante corto
de color rojo. Era tan blanco e impoluto que ni en su cara se apreciaban pecas
ni marcas, como si fuera una estatua neoclásica; imberbe, y tenía una nariz
fina y delicada. Pero lo que más me llamó la atención fueron sus ojos: eran de
un azul casi gris. Sin duda, nunca había llegado a pensar que vería tanta
belleza en un hombre.
Ya mencioné que era muy lanzado pero sabía que si un
desconocido se te acercaba y se ponía hablarte como si te conociera de toda la
vida, como mínimo te entrarían ganas de evitarle. Así que pensé hablar con él
en otro momento y en otro lugar. Tenía la esperanza, juzgando por la edad que
aparentaba, de que también fuera estudiante universitario.
Estando en mi habitación sonó el teléfono. Sergio fue quien
lo cogió. Cuando me tumbé a echar una cabezadita, él me lo ofreció anunciando
que preguntaban por mí. Ya estaba pensando qué decir sobre cómo me había ido el
viaje, esperando escuchar a mi madre; mas, la vida te da sorpresas, sorpresas
te da la vida como decía la canción de Rubén Blades; era él. Me quedé muerto de
vergüenza cuando afirmó que se había dado cuenta de que le observaba y helado
de miedo en el instante en el que me llamó por mi nombre. ¿Cómo diantres lo
sabía? Me pidió que no hiciera preguntas, que sólo escuchara.
Necesitaba quedar conmigo porque tenía algo que me interesaba.
Se trataba de un reloj que yo había perdido. Un reloj heredado con mucho valor
sentimental que perdí a los doce en una excursión. Para mí rezumaba misterio
porque poseía un aspecto bastante peculiar y un origen que nunca me revelaron. (No
os imagináis la rabia que me dio al extraviarlo). Cuando nací decidieron grabar
mi nombre en él, así que debía de ser la explicación de por qué sabría mi
nombre. No obstante, debería conocerme de antes o al menos a mi familia: había
muchos Jerónimos y de lo raro que era el reloj lo más probable es que lo
hubiera vendido. Pero, si ya nos conocíamos, ¿cómo es que no me acordaba de
él?
La cita era a medianoche, en la estación de tren. Me exigió
que fuera puntual y solo. No me dio tiempo a formular preguntas porque ya había
colgado.
Sergio, que había estado observándome, me preguntó qué había
pasado. Oculté mi expresión de incredulidad con una sonrisa nerviosa y la excusa
de que me había llamado mi madre porque me había dejado algo muy importante en
casa. Él no se lo creyó del todo pero, al parecer, como acabábamos de
conocernos decidió no meterse.
No entendía nada. No entendía por qué tanto secretismo, por
qué a medianoche… Y cualquier persona sensata habría decidido ignorar la
llamada y seguir con su vida. Pero la intriga de que esa persona tenía en
posesión algo muy personal me hacía dudar de que me estuviera engañando.
Además, estaba deseando conocerle. Decidí poner un poco más de emoción en mi
vida. ¡Ay, la juventud!
Hacía frío. Mientras tiritaba me froté las manos con
el corazón latiendo a mil. Muchas sensaciones invadían mi cuerpo: inquietud,
miedo, impaciencia,… estaba excitado. Excitado en el sentido de expectante a lo que ocurriría cuando él llegara a mi encuentro. Ya eran las doce menos cinco. El sueño empezó a ganar el pulso
a los nervios. En aquel momento era un récord estar despierto a esa hora. A las
doce cerré los ojos. Una voz irrumpió en el silencio nocturno. La de quien
esperaba. ¡Demasiado puntual para ser español!
Me llamó por mi nombre. Abrí los ojos sobresaltado y en un
instante el sueño que me pesaba se evaporó. El pelirrojo dejó entrever una
sonrisa que se dibuja en los reencuentros de familiares y amigos. Estaba claro
que no sabía únicamente mi nombre. A continuación, sacó de su bolsillo el
objeto de entrega.
¡Era tal y como lo recordaba! Lo había guardado como oro en
paño. Acercó su mano derecha con el reloj al mío izquierdo, pero en el momento
de soltarlo se detuvo diciendo que no lo volviera a perder. Le aseguré que ya
era responsable de mis acciones y bienes. Éste enarcó una ceja sin perder la
sonrisa, como si fuera un amigo escéptico cuando oye a su otro amigo decir: “Yo
controlo”. Al final, su mano cedió.
Ahí llegó el momento que marcó mi vida. Aquello fue
inevitable por querer conocer la verdad.
Le hice muchas preguntas: cómo se llamaba, cómo pudo
localizarme, si conocía a mi familia… Muchas preguntas se agolpaban en mi
cabeza para ser formuladas.
Le gustaba que le llamara Uve. Me contó que no conocía a mi
familia pero sí a mí desde que era niño. Hasta el momento que perdí ese reloj.
Me quedé perplejo. ¿Me había espiado todos esos años? Entonces se me acercó
hasta cogerme la mano que sostenía el objeto. Me confesó que ese reloj no era
de este mundo: era como una especie de conexión entre dos seres, dos mundos. Rarísimas veces se encontraban objetos así y quien los hallaba quedaría
conectado con otro hasta la muerte de uno de ellos. En caso de defunción, ese
objeto desaparecería al día siguiente. Me dijo que él era su compañero. Le repliqué que no entendía
nada y que si me estaba tomando el pelo. Me preguntó si quería demostrármelo.
Ahí hubo un silencio cargado de tensión.
Le pedí que lo hiciera, esperando a que se quedara bloqueado
porque no podía hacerlo. Craso error.
Apretó un botón del reloj que hasta entonces desconocía su
existencia. De pronto todo a nuestro alrededor perdió su nitidez hasta volverse
borroso. Luego todo quedó blanco y no había nada más. Por inercia, cerré los
ojos. No era capaz de asimilar que estaba fuera de mi realidad. No recuerdo
cuánto tiempo transcurrió pero la espera terminó cuando Uve me ordenó que
mirara.
Tal vez fui el único humano privilegiado que pudo contemplar
maravillas que cualquier otra persona habría matado por verlas. Algunas duraban
como un segundo y había otras que estarían allí desde hace eones. Era privilegiado
pero incapaz de entender aquella belleza. Eran como visiones aleatorias de
momentos que habían ocurrido en la historia de la humanidad, además de otros
que ocurrieron antes de que nosotros apareciéramos. ¿O tal vez después de que
nos extinguiéramos?
Tanta información acabó por darme una jaqueca terrible, así
que Uve decidió que regresásemos a mi mundo. Pronto todo volvió a definirse
como el punto de inicio. Estaba de rodillas, sosteniendo mi frente por el
dolor.
Mientras me recuperaba, Uve siguió explicando: él formaba
parte de la especie sucesora de la humanidad. Nuestra especie había logrado
escapar de su moribundo planeta y colonizar otro de condiciones
similares. Pero no había llegado a prosperar tanto tiempo como el que había
durado en la Tierra. Salvo aquellos que se adaptaron mejor. Millones de años
más tarde nació su especie, “los emergentes” tal y como se traduciría al
castellano. Desarrollaron una tecnología mejor y evitaron muchos errores que
cometimos gracias a la información que habíamos guardado en los libros y lo que
hoy en día se conoce como Internet.
El caso es que para estudiar mejor a sus antepasados
(nosotros), idearon transformar ciertos objetos que en un tiempo pertenecieron
a nosotros en una especie de puente que desafiaba las leyes del tiempo y la
física. Ellos tenían una capacidad que carecíamos nosotros: un mapa de vínculos.
Esa capacidad les permitía relacionar cualquier elemento con cualquier otro que
estuviera vinculado. No importaba qué tipo barrera hubiera mientras el elemento
que buscaran existiera o hubiera existido. Por ejemplo, ese reloj estaba
relacionado conmigo por un vínculo sentimental ya que era de mi familia y Uve
tenía un vínculo conmigo porque en ese futuro le pertenecería ese objeto.
Al escuchar todo atentamente, le pregunté cómo había
conseguido llegar hasta a la época en la que yo vivía. La respuesta fue; como
el Gato de Schrödinger: estaba y a la vez no estaba. Había traspasado la
barrera tiempo gracias al vínculo pero sólo el vinculado podía percibirle, o
sea verle, tocarle y hablarle. Nadie más podía.
Entonces me asaltó otra duda: cuando llamó al teléfono,
¿cómo pudo hablar con Sergio? Al hacerle esa pregunta, lo que contestó fue
sorprendente: una compañera suya estaba vinculada con él. Ella, a través de un
teléfono conservado y el número que estaba guardado en una megabase de datos, podía
contactar con él preguntando por mí.
Ya sólo me quedaba una última pregunta: ¿por qué? Uve me
sonrió.
Según dijo, fue la suerte en cuanto a que le tocara estar
vinculado conmigo. Al principio fui un mero sujeto de estudio pero con el paso
de los años, gracias a su gran empatía, me gané su afecto. Todas las emociones
que había sentido mientras tenía ese reloj, él las había notado. Todo iba con normalidad hasta que lo perdí. Sin él no
podía percibir mis emociones. A pesar de ser querido, seguía formando parte del
estudio, así que él trabajó mucho para saber qué había sido de mí y cómo podía
recuperar el contacto. Y en ese día por fin su esfuerzo dio frutos. Con el reloj en su bolsillo, se dio cuenta que era yo el dueño porque el objeto, al estar cerca de mí, emitió la señal que tanto había esperado, además de haberme reconocido.
Tras su suspiro de alivio, vino de nuevo el silencio. En
aquel instante era incapaz de pronunciar palabra alguna. Todo lo que acababa de
saber nadie más lo podía conocer. O al menos en aquel momento. No pude hacer
otra cosa que romper a llorar. Enseguida Uve se acercó a abrazarme. Era la
única persona lejana que podía tocarme, mirarme y hablarme. Y tal vez la única
que mejor podría entenderme. Me invadió un sentimiento de vulnerabilidad y otro
de tristeza porque mi intimidad había sido invadida, porque nos veían como un
modelo de estudio y porque si había cumplido la misión de que yo recuperara el
reloj, ya podía volver a ser un simple observador. Pasé bastante tiempo entre
sus brazos.
Efectivamente, tenía que irse. Me dijo que gastaba
muchísima energía manteniendo ese estado tangible, por lo cual no podía
quedarse más tiempo. Le pregunté si iba a volver a verle alguna vez más. Esto
fue lo último que recuerdo y lo que más me marcó en la memoria: Uve prometió
comunicarse conmigo cada noche, para recabar datos y a la vez ser mi compañero.
Al hacerlo, se desvaneció entre las sombras nacidas de los primeros rayos del
amanecer. Había pasado toda la noche con él. Y no fue la única mientras tuve
el reloj en mi poder. Después de esa noche, seguí mi vida adelante actuando
como si no hubiera ocurrido.
La verdadera razón de por qué he escrito todo esto es porque
esta mañana he ido a buscar mi reloj donde siempre lo guardo. No pude
encontrarlo.
Dedico este escrito a mi querido Uve y espero que pronto nos
volvamos a encontrar como siempre.
Este relato ha sido escrito para el taller de escritura de Nave Sonda como ejercicio de contacto:
Primer ejercicio del taller de la Nave Sonda